COMO LA LUZ DE UNA ESTRELLA

Juan Carlos del Valle
Columnas
JUAN CARLOS DEL VALLE

El nivel más básico de nuestra experiencia del mundo sucede a partir del cuerpo. Así, al estar frente a una pintura, esta se percibe con la vista, el olfato, el tacto, el oído y el gusto antes que con el intelecto. Mientras que la capacidad interpretativa del espectador depende de factores subjetivos y cambiantes —la sensibilidad o afinidad personal, la educación recibida, el estado de ánimo y experiencias previas y prejuicios que abren o limitan la posibilidad de ver—, el acto físico de mirar una pintura a menudo está supeditado a las circunstancias físicas y concretas en que se presenta. Cómo, dónde y cuándo se mira una pintura, afecta irremediablemente la percepción que se tiene de ella.

En relación con esto, una de las situaciones más evidentes es, por supuesto, su estado de conservación. El paso del tiempo es inexorable, al igual que lo es la acción de los elementos como la humedad, el polvo, los insectos, las variaciones de temperatura, la calidad del aire y la luz solar. Los barnices amarillean haciendo que los colores originales de la pintura se cubran de un velo amarillo, los pigmentos pueden cambiar drásticamente. Se sabe, por ejemplo, que los amarillos luminosos que empleó Van Gogh en sus famosos girasoles se han transformado en ocres, sus morados en azules y muchos de sus rojos, en blancos. “Las pinturas se desvanecen como las flores”, le escribió una vez Van Gogh a su hermano Theo. “Razón de más para usar los colores audazmente, el tiempo solo los suavizará demasiado”.

Restauración

Por otro lado, si una pintura ha sido restaurada o no y de qué manera ha sido intervenida, también es determinante. Para pinturas muy antiguas hay quizá siglos de reparaciones, limpiezas, repintes y despintes. Algunas intervenciones han podido ser muy invasivas y otras quizá han alterado, mucho más allá del color, el sentido esencial de una obra, tal como ocurrió con el políptico de Gante cuyos repintes del siglo XVI encubrieron detalles muy significativos de la obra, la cual recientemente ha sido aproximada a su esplendor original.

La limpieza de la pátina de humo de los frescos de la Capilla Sixtina modificó radicalmente los colores y la atmósfera a los que estaba acostumbrado el espectador moderno y El caballero de la mano en el pecho de El Greco, el cual antes se fundía misteriosamente en un fondo negro, tras una polémica restauración, hoy aparece recortado contra un fondo gris.

El lugar donde se exhibe una pintura también es fundamental en la experiencia contemplativa. ¿Hay multitudes o el recinto está vacío? ¿Ruido o silencio? ¿Cuál es el color del muro? ¿Cómo es el marco, si es que lo tiene? ¿De qué otras obras está acompañada? ¿Está iluminada por luz natural o artificial, directa o indirecta, fría o cálida? ¿La superficie pictórica refleja la luz o está en penumbras? ¿Se está mirando la pintura de frente, de lado o a contraluz?

Decía Sergiu Celibidache en 1986 que la experiencia de escuchar música grabada jamás sería igual que escucharla en un concierto, pues las condiciones de escucha no pueden ser iguales. “El disco”, decía el gran director de orquesta, “no puede reemplazar a la música: es una copia de su propia tumba. Son los funerales en donde inhuman la posibilidad de vivir el sonido verdadero”. Similarmente, ver la reproducción impresa de una pintura se presta a un sinfín de alteraciones de la “pintura verdadera”. Y si la imprenta puede modificar de forma radical la apariencia de una pintura y la percepción que se tiene de ella, no se diga los dispositivos digitales, que son esencialmente una caja de luz.

Más allá de estudios radiográficos, análisis estilísticos o sesudas interpretaciones históricas sobre la vida y obra de un pintor, me fascina imaginar el momento de la última pincelada de una pintura, la intimidad irrepetible de ese instante de lucidez, el aspecto de la obra justo así y allí, a través de su retina. Pues por más que se conozca en teoría a un artista, nunca podrá realmente accederse a su mirada, a su sentir y pensamiento, a su experiencia única del mundo. Allí se encuentra la dramática impenetrabilidad del otro que, sin embargo, puede resolverse gracias al misterio del arte que desafía las leyes del tiempo y el espacio. La pintura es sumamente frágil, pues es susceptible a deteriorarse, descomponerse o desaparecer. Y al igual que la luz de una estrella, seguimos percibiendo su brillo mucho después de haber muerto.