LA MARCHOCRACIA

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Columnas
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Un movimiento con manifestación presente de la sociedad en las vías públicas debe por definición ser un acto de espontaneidad y de convicción acerada en una causa y creencia. Cuando la gran movilización de adeptos se vuelve un acto de cumplimiento a la obligación de mostrar apegos mandatados, desvirtúa de núcleo su legitimidad y es cuestionable por la real efectividad que pueda tener para la generación de un cambio positivo generado desde la presión que dan las calles atiborradas de demandantes.

No solo México acopia una larga historia y tradición en este renglón de apegos o reclamos que relucen en multitudes. El mundo en sí ha sido testigo de la fuerza que miles de marchas y manifestaciones detentaron para poder generar cambios que van desde la modificación más nimia en una política pública, hasta la caída y cambio de régimen político en otros profundos casos.

Desde las consecuencias perceptibles en las calles como un coletazo de las guerras napoleónicas y la revolución en Francia conocidos como cortejos “avant la lettre”, pasando por las grandes manifestaciones de celebración del etnicismo diverso encontrado en Estados Unidos en el siglo XIX o las concentraciones propiciadas por la primavera de los pueblos en Praga en el mismo siglo, todas las grandes concentraciones de individuos han tenido un fin pactado con el cambio posible o demandado.

Es esta una actividad inseparable del propio ser humano que, en el cobijo colectivo, puede encontrar una palanca de fuerza para promover inquietudes o ensalzar ideas.

Sin embargo, hay que saber que la manifestación libre y dotada de una causa colectiva justificada adopta una nueva dimensión cuando históricamente se arriba a la consolidación de una esfera pública y la plenitud de una democracia. La manifestación con intención y demanda de cambios solo florece en regímenes que cuentan con la libertad concedida por la abolición del autoritarismo o el totalitarismo como forma de gobernarse.

Voluntad colectiva

Pero hay que tener claro que la marcha como manifestación multitudinaria de la causa generalmente reviste un interés implícito de reafirmación de un Estado nación. Es decir, dotar de un sentido patriótico con base en la exaltación de la simbología histórica de un Estado, es un elemento efectivo para adoctrinar y enraizar ideas de proteccionismo del Estado gobernante.

He aquí una gran diferencia entre un movimiento justificado en la causa (generalmente demandante de cambio) y una movilización que, encauzada, utilice como gasolina el constructor mental y cultural de preferencias para enardecer una defensa o para vitorear a un personaje.

Creo que en México estamos cayendo en el error de perder el rumbo que conduce a buen destino una u otra manifestación de la colectividad social. Estamos cayendo en una medición presuntuosa de adeptos en la calle y los contabilizamos como si la lógica aplicara que a mayor número de marchantes mayor razón y mayor legitimidad sobre lo manifestado. El caso es que no son poco comunes los testimonios de aquellos que acuden a una marcha o concentración, ya que para ello fueron requeridos por quienes tienen un grado de injerencia en su vida cotidiana.

Hoy por hoy los mexicanos nos encontramos en el cruce exacto de un choque de trenes que extravía lo fundamental e importante de una marcha en la calle. Calificamos de exitosa a aquella que congrega multitudes hacinadas en el Zócalo de la Ciudad de México, pero abolimos la reflexión sobre el fondo que realmente motiva a un individuo a pertenecer a esa colectividad. No hay una causa visible cuando la misma se aminora y se cubre con el manto del ego para palidecerla afirmando que a mi llamado han acudido un número mucho mayor de mexicanos.

La política pública y en suma el gobernar debe estar influido por la voluntad colectiva de manera determinante. La gran tradición jurídico constitucional mexicana ha permitido que esa voluntad encuentre vías institucionales para canalizarse y llegar a ser mandato; por otra parte, queda la presión social que se refuerza desde la calle y desde la voz sonora. Ambos casos apuntalan la democracia que ahora para algunos es una entelequia borrosa. No dejemos vacío y sin razones de peso reales el estar en la calle; que lo insulso no nos embriague, vamos por lo valioso.