En México no le tenemos miedo a la muerte; más bien, la invitamos a cenar. Le ponemos flores, pan, tequila y hasta le cantamos. Somos el único país que convierte el panteón en fiesta y el duelo en baile. Mientras otros lloran a sus muertos, nosotros los esperamos con mole y mezcal, como quien recibe a un viejo amigo que se fue de parranda demasiado tiempo. El Día de Muertos no es una fecha, es una actitud: la de mirarle la cara a la huesuda y decirle, “órale, flaca, aquí te espero con todo y tu guadaña”.
Antes de que los españoles vinieran a repartir culpas y rosarios, los pueblos originarios ya sabían que la muerte era parte del viaje. Los mexicas, los purépechas, los mayas: todos veían el morir como un tránsito, no como un castigo. El alma —decían— tenía que caminar por nueve niveles del Mictlán, ayudada por un perro que cruzaba los ríos del inframundo. No había cielo ni infierno, solo destino. Y cuando llegó la religión con su cielo VIP y su infierno para los pecadores, el mexicano hizo lo que mejor sabe hacer: mezcló todo y le salió una joya. Así nació el Día de Muertos, un sincretismo tan chingón, que ni Dios ni Huitzilopochtli se animaron a reclamarlo. Una fusión entre el altar indígena y la liturgia cristiana, entre el copal y la cruz, entre la fe y el relajo.
El altar de muertos es el Google Maps de los difuntos. Cada cosa tiene su razón: las velas son las antorchas del camino; las flores de cempasúchil marcan la ruta dorada que brilla como el sol; el agua calma la sed del viaje; la sal purifica; el pan simboliza el cuerpo, y la foto, el recuerdo que impide que se vayan del todo. A muchos les gusta poner también cigarros, tequila, el disco favorito o el platillo que más les gustaba. En eso somos generosos: “Si ya vienes desde el Mictlán, al menos trágate un tamalito antes de regresar”. Colocar un altar no es solo un ritual, es una conversación. Uno le habla al muerto y el muerto, quién sabe cómo, contesta. A veces en forma de olor, de sueño, o de esa sensación extraña que te eriza el alma cuando pasa el viento. Porque los mexicanos, aunque digamos que no creemos en nada, sí creemos en eso: en los pequeños milagros del recuerdo.
Compadres
La muerte aquí no se respeta: se carcajea. José Guadalupe Posada la dibujó flaca, elegante, con sombrero de plumas y sonrisa burlona. Diego Rivera la bautizó como La Catrina y la paseó por los murales. Desde entonces la flaca anda de gala por todos lados: en los desfiles, en los mercados, en las ofrendas escolares y hasta en los memes. Es la reina de noviembre, la modelo de huesos que no envejece. El mexicano la mira y dice: “algún día me vas a llevar, cabrona, pero mientras tanto te invito un trago”. Ese humor negro es nuestra mejor defensa contra la tragedia. La calaverita de azúcar, la copla burlona que dice que “la muerte vino por el diputado y se fue porque olía peor que ella”, son maneras de exorcizar el miedo. Aquí, reírnos de la muerte no es una falta de respeto: es una forma de supervivencia.
Más allá del color y el pan dulce, el Día de Muertos tiene una carga emocional tremenda. Es un ritual de memoria, un acto de resistencia. En un país donde tantos desaparecen, donde la muerte no siempre llega con flores sino con balas, recordar es un deber. Cada foto sobre un altar es un grito que dice: “No te hemos olvidado”. Encender una vela es una manera de nombrar lo que duele. En cada altar hay una historia: el abuelo que enseñó a reír, la madre que hacía el mejor mole del barrio, el amigo que se fue demasiado pronto. No importa si están bajo tierra o perdidos en el viento: el Día de Muertos los hace volver. Por eso las familias van al panteón con música, comida y mezcal: para que los muertos sepan que todavía hay fiesta en su nombre. Y ahí, entre flores y cigarros, uno entiende que el recuerdo es lo único que vence a la muerte. Mientras alguien pronuncie tu nombre, no te has ido del todo.
Octavio Paz lo dijo y tenía razón: el mexicano “la mira de cerca, la acaricia, la duerme con canciones”. Somos hijos de la muerte, pero también sus compadres. Por eso no hay nada más mexicano que ese equilibrio entre el dolor y la risa, entre la lágrima y la carcajada. En ningún otro país la gente pinta calaveras de colores y baila sobre las tumbas sin culpa ni miedo. Aquí, el cementerio se vuelve verbena y el llanto, un mariachi. El Día de Muertos no es solo una costumbre bonita para turistas ni una película animada con guitarras mágicas. Es una filosofía: la de aceptar que el fin también es parte del principio. Que la vida y la muerte no se odian, se complementan. Que morirse, al final, no es tan grave si uno vivió con ganas.

