LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD EN LOS PROCESOS ELECTORALES

Javier Oliva Posada
Columnas
PROCESOS ELECTORALES

Sin ninguna sorpresa, y como lo apunté en la anterior entrega, Vladimir Putin alcanzó una arrasadora victoria para prolongar su permanencia en el poder hasta 2030, con la muy probable prolongación de otro mandato. Según la información de las autoridades electorales de Rusia, el permanente habitante del Kremlin logró poco más del ¡87%! de los sufragios. Por el contrario, ninguno de sus tres adversarios pasó de 5%. En sentido estricto, una verdadera proeza en la historia contemporánea de las democracias del siglo XXI.

En poco tiempo, pues aún no hay una determinación específica por parte de las autoridades electorales, Nicolás Maduro volverá a contender por la Presidencia de Venezuela, y, sin mucho análisis y especulación de por medio, es muy probable que sea reelecto para otros cinco años. Maduro ejerce el poder desde 2013, a raíz de la muerte de Hugo Chávez, en ese momento en funciones de presidente. Las posibilidades de que participe una oposición robusta, activa y, sobre todo, en condiciones reales de competencia son escasas.

El ejercicio fundamental de los procesos electorales y el simbolismo que implica la jornada para la emisión del sufragio son las bases fundamentales para el adecuado funcionamiento de las autoridades que emergen luego del conteo de las boletas.

Uno de los principales adversarios para refrendar la confianza tanto en la dinámica como en las campañas en búsqueda del sufragio es el abstencionismo. Cuando este logra imponerse por encima de 50% de la votación efectiva, y peor aún respecto de la lista nominal convocada a participar, se enfrenta un serio problema en cuanto a la autoridad propiamente cívica de quienes logren ese cuestionable triunfo: carecen de legitimidad.

Puerta falsa

Es decir, no gozan —de origen— de la confianza y aprobación de la mayoría. Y por lo tanto carecen del apoyo indispensable para la toma de decisiones —que eso es gobernar—. Y cuando lo hacen actúan bajo el amparo de una absoluta minoría; activa, sí, pero minoría.

La legitimidad también implica otra puerta falsa cuando líderes de cualquier procedencia ideológica se asumen como representantes de la sociedad o pueblo sin que medie un proceso electoral o consulta formal que avale esa asunción del liderazgo. La legitimidad tiene un muy claro procedimiento: obtención de la mayoría en la jornada electoral y el escrutinio de las boletas, con referencia a la totalidad del padrón.

El subsecuente y determinante elemento es, por supuesto, el marco jurídico. Esto es, las leyes, procedimientos, reglamentos, acuerdos y todo parámetro que conduzca a la aceptación de las reglas que propician la igualdad de condiciones para la competencia de los candidatos en la búsqueda del voto y en consecuencia de las posiciones en disputa.

Un sistema jurídico promotor de las apropiadas condiciones para la competencia electoral aporta certeza, imparcialidad, equidad y oportunidad en las decisiones, cuando se da el caso en materia de impugnaciones e inconformidades.

Esa díada conceptual es, así, la base indispensable para que lo que conocemos como democracia, lo sea. Es la única vía a través de la cual ciudadanía, candidatos y autoridades pueden actuar con la confianza de que sufragar tiene sentido, que sirve para algo.

La carencia o debilidad de la legalidad o la legitimidad, o peor aún de las dos variables al mismo tiempo, aproxima a la sociedad en cuestión a escenarios por completo alejados de la democracia, ahora como estilo de vida.

Sea la autocracia o la desestabilización política, ambas posibilidades tienen como simiente perniciosa la ilegalidad y la ilegitimidad.