“En cualquier lugar donde haya más de tres personas de nuestra clase media, sobre todo si son jóvenes, y se fija la atención en lo que platican se verá con desaliento que se intercalan, con mucha profusión, las frases de rojo vivo y las palabras soeces”, escribió un columnista horrorizado de que se escuchara frecuentemente una manera de hablar que le era repulsiva.
Este desagrado manchaba a su clase media, especialmente en la juventud de tal sector. Era 1907 y la sociedad moderna mexicana, un sector de ella, predicaba con orgullo las etiquetas de la civilización.
“Caló de estercolero, como un volapük de degradada hampa”; con tales referencias dejaba claro su sentir. Ese hablar no le era extraño al columnista, aunque le resultaba ajeno y abominable.
A pesar de su disgusto sabía que las expresiones que escuchó estaban reservadas a ciertos ámbitos. Se encontraban en aquellos espacios de la capital mexicana donde reinaban la miseria, la pobreza, el vicio y el crimen; lugares así descritos por sus contemporáneos, quienes los miraban como un insulto contra la moral. Solo ahí, en los bajos fondos, tal verbo se podía manifestar: “No es ya en los bajos fondos sociales donde hay que buscar el vocabulario inmundo, estigma de una educación viciada a través de innúmeras generaciones, no, ahora se encuentra por desgracia en una esfera superior…”
La frontera entre los dos mundos parecía quebrantarse y la señal de ello se manifestaba en el uso de ciertas expresiones o maneras de hablar.
Orden
Que ese vocabulario, antes relegado a los márgenes, traspasara el umbral de la respetabilidad social resultaba, para el columnista, una afrenta profunda. El habla era más que palabras: era el reflejo de la educación, del carácter y de la pertenencia.
“Hablar bien” distinguía a las personas decentes y representaba el triunfo de la civilización sobre el desorden y la barbarie: “(...) un hombre correcto, digno de alternar con gente culta, debe cuidar de su lenguaje como revelador externo de lo que se trae por dentro”. Las palabras emanadas de cada boca reflejaban un código de modales y etiquetas que, en cierta medida, determinaba el lugar de uno en la sociedad moderna.
Así, pues, el lenguaje no solo estaba condicionado por la frontera entre los bajos fondos y el mundo de “arriba”, sino que conformaba su propia frontera: en el hablar se cifraba la diferencia entre virtud y vicio.
¿Qué sería de la sociedad sin ese “vocabulario inmundo”? El rechazo es extraño y hasta contradictorio. Se lamenta su existencia y a la vez se le necesita, pues marcando la diferencia frente al otro es que se puede afirmar el triunfo de la moral moderna. Es cuando traspasa, cuando sale de un espacio permitido, que se genera la tensión y las medidas para resolverlo, agresivas si es necesario, entran en marcha: “Ojalá y no tengamos que ir más adelante en nuestro empeño y que el mal se corrija sin tener que emplear remedios crueles, pero necesarios”, terminaba el escritor del periódico La Libertad.
Tal vez el columnista temía que aquella división no fuera tan sólida como se pensaba. Hablar, entonces, era mucho más que decir: era también pertenecer, excluir y defender, palabra a palabra, un orden soñado.