La década de 1990 marcó un impresionante crecimiento de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG): ambientales, cívicas, feministas, LGBT, antirracistas, caritativas, de promoción de la paz y un largo etcétera. A tal punto se llegó, que un número muy superior de jóvenes preferían participar en una ONG antes que en un partido político.
Estas organizaciones disponían de un aura de santidad que los partidos obviamente no tenían. Se podía ejercer la fantasía de participar en la política sin ensuciarse las manos. El funcionamiento de las ONG vino acompañado de una gran contribución teórica al concepto de sociedad civil, primero nacional y luego internacional, cuando algunas de estas organizaciones alcanzaron un crecimiento global, como Greenpeace.
Insisto, los jóvenes idealistas veían ahí un escaparate para incidir en la vida pública y presionar a los gobiernos en causas moralmente intachables. La gente aportaba donativos y participaba en actividades de voluntariado organizadas por las ONG, que parecían instituciones rebosantes de confianza pública.
Ya no más. El ataque a las ONG inició en las naciones gobernadas por regímenes autoritarios o incluso totalitarios. Rusia y China vieron en ellas instrumentos del imperialismo occidental que buscaban desestabilizar a sus gobiernos para presionarlos en la adopción de políticas públicas afines con los objetivos de las democracias liberales. No obstante, con el tiempo hemos visto que también las llamadas democracias occidentales empiezan a retirar su apoyo moral y financiero a las ONG.
Primero por escándalos de corrupción, falta de transparencia y hasta sexuales dentro de las propias organizaciones, pero posteriormente por una conciencia de que los alcances de las ONG eran mucho más limitados de lo que estas presumían.
Sobrevivencia
Las ONG, como todo actor involucrado en la política, terminaron por perder su halo de santidad y la sociedad civil organizada dejó de ser vista como el factor político determinante para la toma de decisiones de los gobiernos. Esto, a su vez, obligó a las ONG a establecer mecanismos de transparencia no nada más en sus aspectos administrativos, sino también en su propia toma de decisiones interna, así como en la designación de sus directivos.
No obstante, cada vez se vuelve menos probable que recuperen la popularidad y prestigio que antaño se les concedió. La promoción de las ONG ya no constituye una prioridad en la política exterior de la superpotencia estadunidense, como quedó evidenciado con el desmantelamiento de la agencia USAID. La población ya no parece tan motivada a donarles dinero, pues el incentivo fiscal que eso acarreaba tiende a disminuir, si no es que a desaparecer.
Los teóricos de la ciencia política hablaban apenas hace un par de décadas de las sociedades posmaterialistas, donde los ciudadanos en lugar de organizarse para la defensa de intereses egoístas como hacen los partidos políticos, buscaban el bien colectivo, incluso el planetario, mediante la participación en las ONG. Parece que se acabó. La crítica de estos organismos es no solo necesaria, sino que ha llegado un poco tarde e impulsada por los peores motivos. En el fondo, son los movimientos autocratizantes quienes quieren desmovilizar y desincentivar la participación popular en esas causas.
Aunque la reforma de las ONG es indispensable desde un punto de vista liberal, uno no debería olvidar que la democracia como se ha entendido en Occidente es indisociable de la sociedad civil. Como tantas cosas, en la era populista se trataba de reformar institucionalmente las Organizaciones No Gubernamentales, no de extinguirlas. De su sobrevivencia depende una parte de la noción misma de ciudadanía. No es poca cosa.