En agosto de 1873, en el poblado de Tucson, Arizona, tres mexicanos acusados de asesinato fueron retirados de sus celdas y ahorcados por una turba de ciudadanos enfurecidos. Este linchamiento no fue un incidente aislado, sino reflejo de las tensiones raciales y la ambigüedad del sistema judicial en la frontera.
Después de la guerra entre México y Estados Unidos la anexión de nuevos territorios y el establecimiento del control estadunidense desencadenaron una serie de conflictos entre la población mexicana y los colonos blancos angloamericanos. Los prejuicios raciales, los estereotipos negativos y la lucha por los recursos y las tierras envenenaron las relaciones entre ambas comunidades. Los mexicanos eran vistos con desprecio y desconfianza, lo que justificaba actos de despojo y agresión en su contra.
Los mexicanos linchados en Tucson habían confesado el asesinato de una pareja mexicana. El tercero fue también implicado en el delito, mas nunca declaró. La turba, motivada por la ira y la sed de venganza, actuó al margen de la ley, argumentando que la justicia había fallado.
Resulta interesante que incluso las autoridades aplaudieron este acto. Un jurado compuesto por ciudadanos blancos angloparlantes defendió el linchamiento alegando que era el resultado inevitable de permitir que los criminales escaparan de las penas adecuadas, según su percepción.
Algunos periódicos, como el Arizona Sentinel, mostraron su apoyo al linchamiento, condenando la tibieza del sistema judicial. Esta aprobación pública reflejaba uno de los principales pilares del discurso de la violencia colectiva: la idea de que la justicia por mano propia era necesaria ante la ineficacia de las instituciones.
Viejo Oeste
En Tucson, como en muchos otros lugares, la línea entre la justicia y el vigilantismo era difusa. La turba, compuesta tanto por estadunidenses como por mexicanos, actuó por su cuenta, a pesar de que las autoridades ya habían detenido a los acusados.
Sin embargo, estas acciones extrajudiciales a menudo estaban motivadas por prejuicios raciales y eran lideradas por blancos. Incluso cuando las fuerzas del orden actuaban con prontitud —en este caso los acusados ya estaban encerrados en sus celdas— la percepción de que los delincuentes escaparían del castigo llevaba a la gente a tomar la justicia en sus manos.
Para las turbas la violencia rápida y contundente era la mejor forma de hacer justicia, aunque esto no significaba que la ley estuviera ausente en los estados fronterizos, contrariamente a uno de los mitos más arraigados del Viejo Oeste. En ocasiones, las víctimas eran sacadas de sus celdas y juzgadas por una multitud que, rápidamente, las declaraba culpables.
Estos actos, apoyados por una parte de la población y la prensa, eran un reflejo de las profundas tensiones y conflictos que dividían a las comunidades mexicanas y los angloamericanos en la frontera a lo largo del siglo XIX y principios del XX. Aunque se apelaba a la falta de justicia como justificación, detrás de estos linchamientos había intereses, conflictos y cuestiones raciales que marcaban aquel territorio. Eran perpetrados o liderados por blancos, alimentando el terror y marginación contra los mexicanos.
La violencia colectiva contra la comunidad mexicana tiene muchas maneras de ser observada; aquí fue un caso interpretado a partir del conflicto entre la ley y los discursos que fomentaban la justicia por propia mano. ¿De verdad se controlaba la situación o se debe interpretar como un mecanismo de control?