La Ciudad de México está estrechamente ligada al agua —pocos podrán afirmar lo contrario. Se observa en la lluvia, las inundaciones, un charco en un bache o un paseo por un lago. Desde la fundación de Tenochtitlán (aun antes, pues habitaron otros pueblos) quienes vivimos en la ahora capital del país convivimos de una u otra manera con un entorno donde el agua suele ser constante.
La gran urbe ha dependido históricamente de la lluvia por diversas razones. En 1893 algunos periódicos lamentaban el estado del Bosque de Chapultepec, el cual “había perdido su encanto con la falta de lluvias de los dos años pasados”, escribía El Universal.
No obstante, las lluvias evidencian que pese a tiempo de convivencia la ciudad no ha logrado adaptarse a los diluvios que la azotan. Décadas más tarde, en 1951, el centro de la capital enfrentó una de las peores inundaciones de su historia. Claro que entre ambas fechas transcurrió un largo lapso y las sociedades cambian, pero la relación histórica —porque así lo es— muestra diferentes maneras de observar, pensar y padecer con las que todavía la sociedad se puede identificar.
El agua es vital para el desarrollo de toda civilización y sociedad; de ahí la necesidad de saber aprovecharla adecuadamente. Los sistemas de chinampas, por ejemplo, prueban esa relación inteligente con el entorno lacustre, todavía visible en algunas zonas de la capital.
Decisiones
Ahora bien, la pregunta es si en la actual Ciudad de México, en la monstruosa capital de hoy, se han podido aprovechar los diluvios en beneficio del pueblo. Con las temporadas de fuertes lluvias, las noticias parecen ser las mismas: inundaciones y fallas en los servicios. ¿Quién no se ha quedado horas sin luz por una lluvia? ¿Quién no ha sufrido las consecuencias de calles o cuadras enteras inundadas?
Peor aún es que, como suele pasar, son los marginados quienes la sufren más. El 21 de diciembre de 2022 el ingeniero civil y doctor en Antropología, Dean Chahim, publicó una columna en The Washington Post en la que reveló que las inundaciones del río Tula, que provocaron la muerte de 15 personas en 2021, fueron producto del manejo político del sistema de drenaje, el cual privilegió ciertas zonas respecto de otras. Su investigación posdoctoral sobre la problemática del drenaje en el Valle de México sustentó su afirmación, misma que contradijo la versión oficial, que atribuyó lo ocurrido a un desastre natural.
La lluvia, así, también es política. Sus efectos en la población y sus destrozos no pueden atribuirse solo a “la naturaleza” cuando detrás hay decisiones públicas que prefieren preservar unas zonas sobre otras. Los privilegios se manifiestan. De la misma manera, la mala gestión de una administración produce una infraestructura incapaz de lidiar con las embestidas de los fenómenos meteorológicos.
En todo caso, las lluvias continuarán su marcha: crearán charcos e inundarán calles, volverán más verdes algunas zonas. Una gran urbe las sigue esperando, ¿preparada? Dudable.