Lo que sucedió en Bolivia no fue simplemente una elección: fue un terremoto político con réplicas en todo el continente. Los resultados de la primera vuelta electoral son la evidencia más contundente del colapso de una era. El Movimiento al Socialismo (MAS), la fuerza de izquierda que dominó el país por casi dos décadas, se desmoronó de forma espectacular, obteniendo un humillante 3.2% de los votos con su candidato oficial, Eduardo del Castillo.
Este desplome no es una anécdota local sino el síntoma de un viraje regional que pone a temblar a los populismos de izquierda: el péndulo del poder está en pleno y acelerado regreso.
El veredicto de las urnas bolivianas es claro: la sociedad se hartó de la parálisis y la pugna interna. La guerra civil entre el presidente Luis Arce y el “líder histórico” Evo Morales, que llevó a este último a promover un asombroso 19% de voto nulo, terminó por aniquilar a su propio movimiento. Pero lo más revelador es quién capitalizó ese descontento.
Por primera vez, Bolivia se encamina a una segunda vuelta exclusivamente entre candidatos de centroderecha y derecha: el sorpresivo Rodrigo Paz, con 32%, y el expresidente Jorge Tuto Quiroga, con 27%. La izquierda, por primera vez en 20 años, es una mera espectadora de la disputa por el poder.
Este fenómeno no responde a una sola causa sino a una “tormenta perfecta” que se repite a lo largo del continente. El principal motor a primera vista parece ser la fatiga económica. El modelo estatista boliviano, que alguna vez fue ejemplo, hoy enfrenta una grave escasez de dólares y una crisis de combustibles. El discurso de soberanía nacional suena hueco cuando la inflación carcome el salario. Es el mismo guion que vimos en Argentina, donde una inflación galopante pulverizó al peronismo y catapultó al poder a Javier Milei. Los votantes, al final del día, eligen con el bolsillo.
Advertencia
Un segundo factor es el desgaste de la narrativa moral. Los movimientos de izquierda ascendieron al poder con una promesa de ruptura con las élites corruptas. Sin embargo, años de gobierno y escándalos propios han erosionado esa credibilidad. El votante latinoamericano, cada vez más desenfadado, parece haber llegado a la conclusión de que la corrupción no tiene ideología. El MAS en Bolivia no es la excepción.
El caso de Chile es paradigmático de otro elemento: el electorado quiere cambios, pero teme a la inestabilidad. El gobierno de Gabriel Boric vio cómo la ciudadanía rechazaba sus propuestas de una nueva Constitución de corte progresista, optando por cambios moderados que no pusieran en riesgo la estabilidad económica. En Colombia, la popularidad de Gustavo Petro también sufre por un crecimiento que no cumple las altas expectativas.
Y sería un error ver este viraje como un fenómeno exclusivamente latinoamericano. El ascenso de la derecha en Italia con Giorgia Meloni, el fin de la hegemonía socialdemócrata en Suecia y los terremotos electorales en Francia y Alemania, impulsados por partidos que desafían al establishment son prueba de ello.
Observar este panorama desde México es un ejercicio ineludible. Nuestro país no es una isla inmune a las corrientes continentales. Si bien el partido gobernante mantiene una base de apoyo sólida, las preguntas que surgen de la debacle boliviana son pertinentes: ¿Podría una fractura interna en el movimiento gobernante, como la del MAS, abrir la puerta a una derrota electoral impensable? ¿Está el electorado mexicano priorizando, como en Argentina y Bolivia, la estabilidad económica y la gestión eficaz por encima de los programas sociales y la lealtad ideológica?
La conclusión no es que la derecha tenga un cheque en blanco. La lección del terremoto boliviano es que el péndulo político se mueve impulsado por una demanda ciudadana clara: resultados. La lealtad ideológica parece tener fecha de caducidad. El votante que apoyó un proyecto de izquierda para salir de una crisis de derecha no dudará en buscar una alternativa si percibe que el nuevo modelo tampoco le resuelve sus problemas. Lo que vimos en Bolivia es la prueba de que, en política, ningún proyecto es eterno y la única legitimidad que perdura es la de la eficacia. Es una advertencia para todo el distraído espectro político mexicano.