PRECARIEDAD EN LA CULTURA O LA CULTURA DE LA PRECARIEDAD

El sector cultural es constantemente relegado

Juan Carlos del Valle
Columnas
Hambruna
Foto: Juan Carlos del Valle

Al margen de plataformas ideológicas y sin importar quién haya estado en el poder, lo cierto es que desde hace muchos años y a través de permanentes y progresivos recortes presupuestales, el sector cultural es constantemente relegado en vez de ser tratado como un elemento fundamental e irremplazable del proyecto de nación.

Periódicamente cobran importancia algunos gigantescos proyectos insignia que cuestan enormes cantidades de dinero público, normalmente ubicados en la Ciudad de México –reforzando la centralización de por sí exacerbada de la infraestructura cultural– y que no responden a las necesidades más apremiantes del sector. En cambio, fungen como mecanismos de ostentación y cumplen el cometido de avanzar los propósitos de una agenda política así como de apuntalar a quienes están en el poder, a la vez que utilizan y benefician, simbólica y económicamente, a la élite cultural. La cultura, en este contexto, se pone al servicio del sistema dominante en vez de cuestionar el status quo, detonar reflexiones, ofrecer un espacio para el desarrollo del pensamiento crítico y permitir la coexistencia y enriquecimiento de diferentes ideologías.

En contraste, y en una situación agravada por la pandemia, varios museos –públicos y privados– han estado sufriendo condiciones de extrema precariedad. Al mismo tiempo, hay cifras desalentadoras que revelan que el flujo de visitantes a los museos en México se ha ido reduciendo drásticamente desde hace varios años, y no por falta de capacidad económica, pues más de la mitad de los museos son gratuitos, sino por desconocimiento y desinterés de la población. Desde ese lugar de carencia generalizada, a menudo los proyectos que se gestan en esos museos y por esos equipos de trabajo –con personal insuficiente y mal pagado–, son también pobres en contenido, diversidad y calidad.

Apatía

Y si la cultura no ha sido una prioridad para el estado en tanto tiempo, tampoco lo ha sido para la sociedad civil. Por un lado, la población general no encuentra valor en producir o consumir cultura –como bien revelan los datos respecto a la cada vez más escasa afluencia a los museos–. Y por otro lado, existe una distancia innegable entre nuestra sociedad y su historia y patrimonio; el arte, salvo excepciones, no constituye un elemento identitario y el propio patrimonio cultural se siente ajeno. Sin ese sentido de pertenencia que sí genera, por ejemplo, la selección mexicana de futbol, no puede emanar el deseo ni la voluntad de financiar, proteger, mantener, promover y explotar de manera sustentable el patrimonio o de crear empresas culturales relevantes y rentables como sucede a menudo en otros países que, sin tener la extraordinaria riqueza cultural de la que goza México, logran articular desde la mancuerna estatal y civil, un sistema cultural funcional. Si a lo anterior se suman los candados legales y administrativos que desincentivan los donativos, podemos empezar a explicar la apatía de la sociedad en torno a su participación en la cultura y las artes.

Así, la cultura está a la deriva, en un estado de precarización cada vez mayor que parece irreversible y que no solo afecta a los museos sino a toda la cadena productiva del sector: artistas, proveedores de material artístico, personal de manejo de obra y montaje, historiadores del arte, curadores, galeristas, museógrafos, mediadores, profesores, periodistas y críticos; miles de profesionales de la cultura, tanto empleados como independientes, quienes, salvo algunas privilegiadas excepciones, no gozan de condiciones de trabajo dignas y por el contrario, a menudo pagan por trabajar. La cultura, cuando se politiza, se debilita. El deterioro progresivo del ecosistema cultural tiene a su vez un impacto definitivo en el ecosistema nacional general. Y un país pobre en educación y cultura, está condenado a la pobreza.