SUPREMACÍA A LA NORTEAMERICANA

Supremacía
Columnas
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Estados Unidos decidió que su principal aparato de seguridad vuelva a llamarse —al menos como título secundario— Departamento de Guerra. La orden ejecutiva se firmó el 5 de septiembre pasado y el gobierno la justificó como una señal de “paz a través de la fortaleza”. El cambio también pretende rebautizar al cargo que lo encabeza como secretario de Guerra y la Casa Blanca explora si requiere luz verde del Congreso.

Más allá de lo jurídico, el símbolo es potente: del énfasis en defensa al énfasis en conquista, en el lenguaje.

El movimiento llega con un telón de fondo material: el gasto militar global alcanzó 2.7 billones de dólares en 2024, el mayor de la serie, y Estados Unidos aportó 37% del total con 997 mil millones. Europa y Oriente Medio aceleraron como reacción a sus respectivos conflictos y dentro de la OTAN la consigna de 2% del PIB dejó de ser promesa: todos los aliados se encaminan a cumplirla en 2025, algo impensable hace una década. El lenguaje belicoso se ancla así en hechos contables.

El Congreso también acompaña: la Cámara de Representantes aprobó su NDAA con un tope cercano a 893 mil millones y reformas de adquisición que facilitan compras y despliegues. Es decir, el giro no es solo retórico; viene con calendarios, cheques y reglas.

A la par, encuestas del Pew Research Center muestran que tres cuartas partes de los estadunidenses mantienen una visión de su país como primera potencia militar, un clima de opinión que reduce el costo político de gestos “duros”.

La narrativa “ofensiva” ya se refleja en operaciones. En septiembre, el diario The Washington Post documentó ataques letales contra embarcaciones presuntamente vinculadas al narcotráfico venezolano, anunciados por el propio presidente y acompañados por promesas de extender acciones contra criminales en el hemisferio.

Tres planos

Más allá del debate legal el mensaje es claro: ampliar el radio de uso de la fuerza, incluso fuera de teatros de guerra tradicionales. Para México y América Latina esa lectura importa: el vocabulario de “guerra” se proyecta sobre la seguridad regional y el combate al fentanilo y el crimen organizado.

También pesa el contexto de violencia política doméstica. Los sucesos relativos al asesinato del activista Charlie Kirk en una universidad de Utah —hoy con un sospechoso detenido y proceso abierto—alimentan un clima de polarización y respuestas maximalistas. Sin especular sobre causalidad, el dato es que la conversación pública estadunidense está cargada; en un ambiente así, los símbolos beligerantes corren más rápido que los matices jurídicos.

¿Qué significa este reacomodo para México? Tres planos. Primero, el comercial: presupuestos militares altos y rutas tensas (Mar Rojo, Ucrania) han repercutido en seguros, fletes e inventarios; aunque el Canal de Panamá se normalizó, la “prima de riesgo logística” persiste en cadenas críticas. Las áreas de comercio exterior y energía deben leer esta geopolítica como variable de costos, no como ruido. Segundo, el de seguridad: el nuevo lenguaje puede empujar una agenda más intrusiva en el combate al crimen. A México le conviene blindar coordinación (inteligencia financiera, control de precursores, tránsitos) para evitar dinámicas unilaterales que tensen la relación. Tercero, el diplomático: si la OTAN consolida 2% del PIB y EU revalida su músculo, América del Norte puede traducir parte de ese gasto en innovación dual (ciber, IA, resiliencia de infraestructuras) con reglas de transparencia y emisiones en mente.

Conviene separar dos capas del fenómeno. Una, simbólica, que reencuadra la identidad militar y comunica disuasión. Otra, programática, que define qué operaciones se hacen, dónde, con qué controles y bajo qué ley. La primera puede gustar o no; la segunda es la que afecta vidas y contratos. México no controla la semiótica de Washington, pero sí puede condicionar cooperación a estándares verificables: rendición de cuentas, respeto a jurisdicciones, trazabilidad de inteligencia compartida y métricas que midan resultados sin efectos colaterales inaceptables.

La historia demuestra que nombres y presupuestos no bastan para ganar paz. El riesgo de un “giro guerrero” es perder la brújula de la legalidad y de la proporcionalidad. El beneficio, si se gestiona bien, es reforzar disuasión y alianzas en un mundo más áspero. Entre uno y otro extremo hay una franja estrecha de política pública que América del Norte necesita habitar: menos épica, más arquitectura.

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