Solo se vive una vez.
En México el toro bravo no es un animal. Es un espejo con cuernos. Una sombra que respira, que huele a tierra mojada, a sangre caliente y a tequila derramado en la arena. El toro bravo es la síntesis más pura de lo mexicano: fuerza, orgullo, tragedia y belleza. Y aunque algunos digan que la tauromaquia está muriendo, lo cierto es que ese toro —ese que embiste, aunque lo maten— sigue dentro de nosotros.
El toro bravo llegó a México con los conquistadores, igual que la cruz, la viruela y la palabra “obediencia”. Fue traído en barco desde la Península Ibérica, igual que los sueños y las maldiciones. Desde entonces, la sangre brava se mezcló con la nuestra. El animal que corría libre por los campos de Salamanca se encontró con las montañas del Bajío, con los volcanes del altiplano, con el polvo dorado de Tlaxcala y de Zacatecas. Ahí nació la bravura mexicana: una mezcla de nobleza y furia, de sol y sombra.
Los ranchos ganaderos, como San Mateo, Piedras Negras, Mimiahuápam o Jaral de Peñas, se convirtieron en templos. Y el toro —esa bestia de 500 kilos que respira como un trueno— empezó a ser tratado con la solemnidad de un dios antiguo. El mexicano, que es supersticioso por naturaleza, vio en él la representación de su propio destino: vivir peleando, morir de pie.
Nadie que haya entrado a la Plaza México un domingo a las cinco de la tarde puede negar que algo se sacude por dentro. El clarín corta el aire. El toro sale, no corriendo, sino naciendo. Y el público —esa multitud que mezcla odio, admiración y miedo— se calla. Hay un instante de eternidad cuando el animal se planta en el centro del ruedo y baja la cabeza. Ahí, en ese gesto, está toda la historia de México.
Porque el toro bravo no solo representa la fuerza; representa la dignidad de morir peleando. En un país donde tantas muertes son cobardes —por hambre, por balas perdidas, por negligencia—, ver a un toro morir de frente es, para muchos, una forma de catarsis. No es que uno disfrute la sangre; es que en la sangre reconoce su propio fracaso.
Por eso la tauromaquia, más allá del debate moral, es también una metáfora social. El torero es el hombre que intenta dominar el caos con gracia. El toro, el caos mismo. La plaza, la vida. Y el público, nosotros: los que gritamos “¡Olé!” desde la comodidad de nuestras contradicciones.
El toro bravo es el animal más mexicano después del águila. Representa lo que el mexicano quisiera ser: indómito, noble, impredecible. Y al mismo tiempo, lo que teme ser: una fuerza condenada a morir bajo una espada. En cada embestida hay algo de orgullo nacional. En cada cornada, algo de poesía.
Dicen que los toros de lidia tienen memoria. Que recuerdan al hombre que los hiere, que buscan la revancha, que reconocen el engaño. Quizá por eso nos incomodan: porque también nosotros recordamos. Recordamos las humillaciones, los abusos, las injusticias. Somos un país bravo porque hemos sido heridos.
En la literatura mexicana el toro aparece como símbolo de masculinidad, de desafío, de pasión. En las canciones rancheras, en las pinturas de José Chávez Morado, en las esculturas de Sebastián. En los sueños de los toreros muertos y en las fotografías antiguas donde la arena parece oro. El toro bravo pertenece al imaginario del dolor y del coraje.
Hoy la tauromaquia está en crisis. Las voces animalistas la acusan de barbarie. Los políticos la usan como estandarte de progreso moral, sin entender que la fiesta brava no es solo espectáculo: es lenguaje, es memoria, es contradicción.
A muchos jóvenes les parece una costumbre arcaica. Y sin embargo el toro sigue naciendo. En los potreros de Tlaxcala todavía se crían ejemplares con nombres de dioses y de tormentas. En cada embestida de esos animales, en cada bufido al viento, hay algo de lo que fuimos.
El toro bravo es el último vestigio de un mundo donde la muerte se miraba a los ojos. Donde la sangre no se escondía detrás de pantallas, sino que se asumía como parte de la existencia. En la arena, la belleza y la muerte bailan juntas, y el público —culpable y fascinado— aplaude el acto.
A veces pienso que el mexicano se parece más al toro que al torero. Somos criaturas de fuerza contenida, de paciencia salvaje. Aguantamos, resistimos, pero cuando llega el hartazgo, embestimos sin pensar. Nos dicen “pueblo bravo” y tienen razón.
El toro bravo encarna la tragedia de vivir con coraje en un mundo que premia la docilidad. Por eso lo admiramos. Porque muere como quisiéramos morir: sin agachar la cabeza. Porque pelea incluso cuando sabe que está perdido. Porque su furia es su dignidad.
El día que desaparezcan los toros bravos de México no solo morirá una tradición: morirá una parte de nuestra alma colectiva. El campo quedará más manso, sí, pero también más vacío. Y quizá, sin darnos cuenta, nosotros también seremos un poco menos bravos.

