VER PARA NO CREER

“Estamos perdiendo la capacidad de ver, de asombrarnos”.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Quizás en un esfuerzo por controlar la naturaleza y por asir el aterrador mundo, el hombre del siglo XVIII, siglo de las luces, pugnó por la razón, la ciencia y la industrialización. Se afanó en nombrar, ordenar y clasificar todo, llegando incluso a compilar el conocimiento disponible hasta entonces en tomos estructurados alfabéticamente que dieron origen a la enciclopedia moderna.

El escepticismo que caracteriza al pensamiento posmoderno arrasó con muchos de aquellos pilares y en la actualidad pareciera estar ocurriendo un proceso inverso: desclasificar, borrar las fronteras y diluir todo en el todo. En ese desdibujamiento todo puede ser cualquier cosa y no ser nada a la vez.

La demolición de las viejas categorías ha resultado a su vez en la configuración de unas nuevas, extraordinariamente numerosas y específicas; las opciones de nuestra era son interminables: 20 opciones de café en la misma cafetería y más de 70 posibles identidades de género. También se han difuminado y redefinido radicalmente las nociones de lo que constituye al arte y al artista.

Apenas el año pasado se suscitó gran controversia después de que, por primera vez en la historia, una obra generada mediante una Inteligencia Artificial (IA) que arroja imágenes a partir de descripciones escritas, ganó un concurso en la categoría de arte digital. Cuando se difundieron en redes sociales los resultados del certamen la reacción indignada por parte de la opinión pública y de los artistas participantes no se hizo esperar por haber reconocido una imagen de esa naturaleza como arte y haber permitido que participara y, más aún, que ganara.

Al parecer, los miembros del jurado, al emitir su veredicto, no sabían que la imagen había sido generada por una inteligencia no humana. “Esto no va a detenerse —replicó el autor cuyo texto originó la imagen y quien la ingresó al concurso—. El arte ha muerto, amigo. Se acabó. La IA ganó. Los humanos perdieron”. La premisa de que cualquier hombre puede ser un artista ha dado otra vuelta de tuerca para dar paso a una nueva y más inquietante: no hay que ser humano para hacer arte.

Engaño deliberado

En otros tiempos había contextos específicamente designados para las diferentes actividades humanas. Hoy, en cambio, todo está caóticamente presentado y ofrecido de forma simultánea en un espacio virtual que cabe en la palma de la mano y curado por un algoritmo que conoce nuestros intereses y preferencias mejor que uno mismo. Ahí todos y todo está contenido: moda, viajes, recetas de cocina, modelos semidesnudas, fotos de los hijos de los amigos, obras de arte, chismes del mundo del espectáculo, consejos de superación personal, estrategias para crecer un negocio, rutinas cómicas y un inagotable etcétera. Este es el verdadero opio de los pueblos. Absolutamente todo se muestra de la misma manera —imágenes compuestas de pixeles— y una cosa junto a la otra, sin distinciones ni jerarquías.

Así, sacadas de contexto y presentadas en la pantalla luminosa de un teléfono móvil, cada vez es más fácil engañar al ojo y a la mente y más difícil distinguir, por ejemplo, entre una persona de carne y hueso, la voz humana o una pintura hecha con materia y pincel y las imágenes y sonidos generados por robots.

Todos los días, desde que despertamos, la misma tecnología que nos facilita la vida y que necesitamos para trabajar, comunicarnos, manejar nuestras finanzas e informarnos nos expone también a cientos de engaños: rostros alterados por filtros faciales en redes sociales y cuentas con seguidores simulados, cadenas de información falsa reenviadas cientos de veces, hackers que buscan robar nuestra identidad y nuestro dinero, relaciones y vidas que aparentan ser algo que no son, pinturas que en realidad son imágenes generadas por alguna IA.

Hoy todo es potencial y probablemente falso. Ver ya no es creer. Vivimos el triunfo de la falsedad. Y no se trata de la mentira como recurso creativo como lo planteaba Oscar Wilde, sino del engaño deliberado y normalizado con el fin de controlarnos, dividirnos, manipularnos, confundirnos, enajenarnos, aislarnos y distraernos del aquí y el ahora; el estímulo excesivo y el ritmo vertiginoso que ni el cerebro ni la sicología humana pueden soportar, deterioran nuestra salud física y mental. Como un niño al que se le ayuda tanto que se le perjudica, estamos perdiendo la capacidad de ver, de asombrarnos, de reflexionar y de relacionarnos con otros seres humanos. La tecnología más sofisticada, sin estar acompañada de conciencia humana, conlleva la pérdida del alma.