Theresa May no cumplirá tres años como primera ministra: ahogada en el caos político y la ingobernabilidad su administración concluirá el próximo 7 de junio, día de su dimisión.
Para la geógrafa de formación universitaria han sido los años más duros de su vida política al quedar repentinamente al frente del Partido Conservador tras la inesperada renuncia del entonces primer ministro David Cameron a pocos días de haber convocado el fatídico referéndum del 23 de junio de 2016 y que otorgó la victoria al Brexit: 17 millones 410 mil 742 votos ciudadanos avalaron la salida de Reino Unido de la Unión Europea (UE).
El plazo para la ruptura y la aplicación del artículo 50 del Tratado de Lisboa quedó acordado para el 29 de marzo de 2019 a partir de las 23:00 horas. Hasta la fecha no se realiza todavía porque ha sido imposible para la premier May tanto la gestión de un acuerdo de ruptura con sus socios europeos como, fundamentalmente, lograr el apoyo interno en Westminster para que la Cámara de los Comunes lo aprobase.
Sus propuestas fueron desechadas en tres diversas ocasiones, un ladrillo pesado sobre la cabeza de la todavía inquilina de Downing Street que, simplemente, no pudo con el paquete: el Brexit ha terminado fagocitando la política interna inglesa, devorando la confianza de los ciudadanos hacia sus propias instituciones, desatando además un canibalismo partidista entre quienes ven la oportunidad para dar el salto a la esfera del primer nivel.
¿Quién quiere tomar en sus manos tal destino maltrecho en medio de tan significativa vorágine de problemas?
Porque al consecuente divorcio de la UE le siguen además, como en espiral, una serie de desafíos internos insuflados al calor del fracaso por el Brexit: en Gales crecen las protestas solicitando un plebiscito para salirse de Reino Unido y para quedar dentro del cónclave europeo.
Hace unos días Nicola Sturgeon, ministra principal de Escocia, presentó ante el Parlamento una ley para celebrar un segundo referendo de independencia a mediados del próximo año.
Tanto Escocia como Gales reiteran una y otra vez que si Reino Unido se va de la UE ellos terminarán —tarde o temprano— independizados de la nación inglesa porque quieren seguir formando parte del club europeo.
Hay una enredadera de problemas enrevesados en los que aflora de nuevo el añejo conflicto con Irlanda del Norte, que sube como levadura y amenaza con reventar este año: tres conatos denunciados como atentados terroristas volvieron a recordar a la rancia política inglesa que el Brexit juega con fuego.
El pasado 19 de enero un coche bomba explotó frente a los juzgados de Londonderry, en Irlanda del Norte, sin dejar ninguna víctima; sirvió para dar aviso a la policía de la actuación del Nuevo IRA, una vertiente actualizada del Ejército Republicano Irlandés que desde los acuerdos de paz de 1998 cesó toda su actividad gracias a la encomiable participación de la UE como mediadora de paz con los británicos.
Otro lamentable hecho causó la muerte de la joven periodista Lyra Mckee, asesinada de bala durante disturbios en el barrio de Creggan, que los investigadores también achacaron al Nuevo IRA.
Hay un nerviosismo histérico en ciertas partes de los territorios que conforman la isla británica, con la posibilidad de volver a imponer controles fronterizos físicos entre las dos Irlandas, lo cual supondría limitar los flujos humanos, de tránsito de vehículos y de mercancías y podría terminar con el sueño de pacificación vivido durante casi dos décadas en la ínsula.
Josh K. Elliott analiza la delicada situación en la que el Brexit lubrica el resurgimiento de un IRA 2.0 que aprovecha el temor y la ruta hacia la incertidumbre para descargar la furia de los más jóvenes, quienes sienten que su futuro quedará absolutamente perjudicado.
“El Nuevo IRA se adjudica la responsabilidad de una serie de eventos este año; por ejemplo, cuatro cartas bombas encontradas en Gran Bretaña y Escocia. Hay preocupación acerca de lo que pueda hacer este grupo, sobre todo porque amenaza con una escalada si Reino Unido restablece la frontera física entre Irlanda del Norte y sus vecinos de la UE”, advierte.
Es la pregunta convertida en la piedra en el zapato de May, de Westminster y de las autoridades europeas: ¿qué hacer con Irlanda del Norte? Elliott explica que los abogados ingleses buscan una solución a largo plazo en la que no quede una parte dentro de la UE y otra fuera de esta en materia fronteriza.
Sea como sea no habrá un buen Brexit y la gente, a casi tres años de distancia del referendo, empieza a darse cuenta de sus consecuencias reales: hay que romper los vínculos de más de 700 acuerdos que Reino Unido negoció a lo largo de 46 años de pertenencia en la UE. No no es fácil ni dejará de tener consecuencias colaterales.
En opinión de Jesús González Mateos “quieren encontrar la cuadratura del círculo” en un problema que parece casi irresoluble, porque el Brexit llegó a ese punto en lo referente a la frontera irlandesa, “el único verdaderamente irresoluble para alcanzar un acuerdo entre la Unión Europea y el Reino Unido”.
La palabra clave, dice, “es backstop, en referencia a la salvaguarda para no imponer una frontera pura y dura entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Un hecho tan grave que nos retrotraería a antes de los acuerdos de paz del Viernes Santo y a las dramáticas imágenes vividas durante décadas en aquel territorio”, subraya.
El académico de la Universidad de Villanueva cuestiona: “¿Cómo se puede, por tanto, salir el Reino Unido de la UE sin salirse por un punto que se extiende a lo largo de 499 kilómetros, entre Lough Foyle al norte y Carlingford Lough al este?”
Ese acertijo arrastró a Reino Unido a la decadencia de su gobierno en los últimos seis meses y acelera el anunciado salto al vacío de la premier británica.
“Para evitar divergencias arancelarias en la isla de Irlanda y, por lo tanto, la potencial contaminación del mercado único de la UE, las dos partes idearon el denominado backstop —salvaguarda— que dejará a Irlanda del Norte dentro de la Unión Aduanera indefinidamente. De haberse aprobado así algunos bienes que llegaran a Irlanda del Norte desde el resto del Reino Unido serían objeto de controles y revisiones, aunque los gobiernos británico y de la UE aseguraban que el objetivo era que eso nunca ocurriera”, comenta el experto.
En su lugar, añade González Mateos, todo el Reino Unido permanecerá en una unión aduanera durante el periodo de transición. El backstop sería el último recurso. Sin embargo el backstop es “tan inadmisible para los unionistas norirlandeses” como la pertenencia sin más al Mercado Único de Irlanda del Norte con un Reino Unido fuera de la UE lo es para los irlandeses.
“Se da la circunstancia política endiablada de que el gobierno de May depende en el Parlamento del voto del DUP, el Partido Unionista Democrático, de línea dura, que defiende la pertenencia a Reino Unido”, aclara.
Caída al precipicio
Parecía que lo aguantaría todo. Theresa May tomó la estafeta ardiente que le dejó Cameron: hacer efectivo el Brexit. Ella se prometió a sí misma “ser la ministra del Brexit”. Lo tomó como si se tratara de su destino manifiesto.
Bajo esa consigna se enrocó hasta que fue desgastándose. Desde Bruselas —sede de los poderes de la UE— también la dejaron caer: ya no había diálogo posible en medio de un ambiente de crispación chocante.
A la política del Partido Conservador le cerraron la puerta de todo entendimiento durante la reunión del Consejo Europeo en diciembre pasado con los 28 líderes europeos más los dirigentes de las instituciones y órganos de gobierno.
En un breve descanso May aprovechó para acercarse a Jean Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, a fin de reclamarle en seco que él la calificase de “nebulosa”.
No gozaba ella de la simpatía de buena parte del grupo europeo y al interior de su propia nación esa aceptación fue erosionándose rápidamente, hasta que en los últimos meses se presentó una serie de renuncias de miembros de su gabinete enconados con su forma poco convincente de gestionar el acuerdo de ruptura.
Las salidas iniciaron con Dominic Raab, ministro para el Brexit; Shailesh Vara, primer ministro para Irlanda del Norte; Ester Mcves, ministra de Trabajo; Anne Marie Trevelyan, ministra de Educación; y también lo hizo Suella Braverman, asistente de Raab. Y han seguido muchas más.
Casi siempre comparada con Margaret Thatcher por ser la segunda mujer primera ministro y ambas lideresas del Partido Conservador, la sombra de la Dama de Hierro estuvo siempre a su costado.
Quería ofrecer la imagen de una inaccesibilidad férrea a fin de darle firmeza a sus decisiones, hecho que terminó obrando contra la propia May, quien incluso debió soportar un par de rebeliones internas en las filas de los conservadores, donde el núcleo más duro la quería fuera del puesto.
El ala más dura en el Congreso, los llamados Brexiteers, lleva tiempo movilizándose —políticamente hablando—, aunque muchos son compañeros tories de la ministra. Un buen número de ellos apoyan al ex ministro de Exteriores, Boris Johnson, para sustituir a May, porque lo ven como el hombre duro para una salida dura.
Otro candidato es el congresista conservador Jacob Rees Mogg, quien llegó a movilizar una carta de moción de censura contra la primera ministra buscando los 48 apoyos para quitarla del poder.
No prosperó en su momento, como tampoco prosperó el intento del Partido Laborista con su líder Jeremy Corbyn insistiendo frenéticamente acerca de la necesidad de convocar a elecciones.
Completamente sola: así llega May a su dimisión. Ha luchado hasta contra ella misma pero ya no tiene ni los apoyos de la UE ni de sus compañeros del Partido Conservador, ni hay la suficiente fuerza y credibilidad para sentarse a negociar con los partidos opositores.
Lo intentó todo, tres veces, pero la Cámara de los Comunes le rechazó el acuerdo del Brexit. Unos días antes de anunciar su dimisión propuso volver a pasar el texto a sus señorías añadiendo la condición de votar también por realizar un segundo referéndum.
Durante sus casi tres años en el poder (los cumpliría el 13 de julio próximo) ella negó frenéticamente cualquier atisbo, cualquier posibilidad de realizar otro plebiscito para preguntarle a la gente si en verdad estaba dispuesta a romper con la UE; se negó a pesar de las múltiples marchas, sendas protestas masivas y firmas recabadas de ciudadanos pidiendo otra vuelta.
Fue en los estertores de su gobierno cuando cedió a proponer una nueva votación sobre un segundo referendo en Westminster, pero ya era muy tarde: totalmente derrumbada se plantó en Downing Street vestida de rojo, con sus mejores galas, para anunciar su adiós.
“Me voy convencida de que luché hasta el último momento; me dieron la responsabilidad de sacar adelante la voluntad de la gente, su mandato para cumplir su decisión y a eso me dediqué; soy la segunda mujer en ocupar este cargo y espero que vengan muchas más; me voy habiendo servido a este país que tanto amo”, remarcó convencida, con voz entrecortada y ojos vidriosos.
El Financial Times aventuró como algo inevitable que “la primera ministra se va”, mientras que algunos tabloides dedicaron sendos artículos barajando posibles sucesores.
Hasta Donald Trump, presidente de EU, llegó a criticarla ferozmente “por no tener las agallas” de sacar a Reino Unido sin un acuerdo y haciendo efectivo el Brexit a toda costa.
Trump anuncia reiteradamente su apoyo público a Boris Johnson, “quien sería un fantástico primer ministro de esa gran nación que es Reino Unido”.
Cortés hasta el último momento, May aguarda la visita oficial de Trump a suelo británico del 3 al 5 de junio, para dos días después presentar su dimisión y, fiel a su estilo, aguantar los comentarios ácidos del inquilino de la Casa Blanca.
El mandatario estadunidense arribará a Europa tras las elecciones celebradas del 23 al 26 de mayo pasado para renovar el Parlamento Europeo. Aquí en Europa esperan de él un discurso mordaz que festinará “su política correcta de hacer las cosas” mientras a los mandatarios de Reino Unido y Francia no les va nada bien.
Su hombre fuerte para Reino Unido es Johnson. Y para servir de manzana de la discordia en la UE, por su forma de pensar, Trump encuentra empatía en Matteo Salvini, vicepresidente y ministro del Interior del gobierno de Italia, así como en Viktor Orbán, primer ministro de Hungría.
Si bien las fuerzas euroescépticas, eurófobas y ultranacionalistas no consiguieron el triunfo que anhelaban para obtener mayor representación en el Parlamento Europeo (sumarán 23% de los escaños), todavía el panorama no está del todo claro porque hay que aguardar a que se consuma el Brexit.
Al solicitar Reino Unido una prórroga para la ruptura (debió suceder el 29 de marzo pasado) hasta el 31 de octubre, debió cumplir con los plazos de participación en las elecciones europeas. De los 751 escaños que conforman el órgano legislativo de la UE, para los parlamentarios británicos corresponden 73. Si bien han vuelto a participar en la renovación del órgano legislativo la idea es que si activan el artículo 50 del Tratado de Lisboa el 31 de octubre los asientos de los eurodiputados británicos quedarán reservados para futuras ampliaciones al aceptar a nuevos países como miembros.
Cuando decidan irse, si es que sucede efectivamente, entonces la eurocámara tendrá 705 eurodiputados y así se quedará.