Arnulfo Rubio (Krystyan Ferrer) es un joven operador de nivel bajo en el tráfico de armas entre Estados Unidos y México. Tras su pista tiene a Hank Harris (Tim Roth), un veterano agente de la ATF, quien viene rastreando sus pasos. En un acto desesperado el adolescente secuestra al policía: en 600 millas el realizador mexicano Gabriel Ripstein parte de un conflicto político, el tráfico de armas, para construir una historia de dos enemigos a quienes las circunstancias obligan a convivir.
—¿De dónde nace 600 millas?
—Mientras viví en Los Ángeles vi de cerca el apetito voraz de los gringos respecto de las armas. A eso se sumó el operativo llamado Rápido y Furioso, que permitió la entrada masiva de armamento a México. A partir de esto y de la violencia que vivimos en el país, quería hablar sobre la forma en que circulan las armas.
—El discurso de su película se mantiene a ras de suelo, es decir, se queda en las implicaciones que para el ciudadano de a pie tienen las armas…
—Sí, quería una historia mínima. Aterrizar la película en dos personas y no una historia de los líderes de los cárteles. No me interesa la figura del policía heroico. Quería hablar de los escalones más bajos de la cadena y además mostrar a dos seres humanos complejos y opuestos, pero que por las circunstancias se ven obligados a interactuar. La historia es muy sencilla: una vez que interaccionan buscan salir con vida. Pero lo que me fascina es el zafarrancho que se arma a partir de pequeños detalles. En cierta forma, 600 millas se desata por robar una lámpara.
Balance
—¿Cómo fue la construcción de los personajes en términos de sicología?
—Los construí a partir de oponerlos. El conflicto es el elemento básico a la hora de contar una historia. Uno es joven, mexicano; el otro es viejo, norteamericano y veterano de la guerra. Cada uno tiene el carácter suficiente para sobrevivir por sí mismo, pero son objeto de un encuentro obligado. Dentro de esta circunstancia cometen una serie de errores; de hecho, son víctimas de sus equivocaciones. La estructura la tenía definida desde el principio, pero el guión tomó vida con las interpretaciones de los actores. Son tipos inteligentes y me dieron la naturalidad que buscaba. Nunca ensayamos y ellos dieron de inmediato el rango dramático que les correspondía.
—En un sentido básico, la película plantea una reflexión moral: el que la hace la paga. ¿Cómo cuidó no hacer del debate moral un discurso moralino?
—Lo que menos quería es que la película se sintiera moralina. Me he topado con gente que cuestiona y se siente un poco insatisfecha con el final. Supongo que les molesta porque no es el típico desenlace hollywoodense. No obstante, en mi cabeza es el único posible. No se trata de una cuestión moralina, sino de justicia y balance.
—Hay además un uso premeditado de la figura del antihéroe como elemento empático con el espectador…
—No me interesa confundir al espectador: aunque la historia va un poco a la deriva, es clara; por eso le doy tanta importancia al tono gris de los personajes. Creo que así es como se construye un personaje interesante. No quise mostrar un mundo obvio o simplificado. A partir de un tema político y complejo como el tráfico de armas, me propuse desarrollar un conflicto donde dos personajes comparten responsabilidades. Ahí puedes encontrar la metáfora de todo.
—Está claro, incluso desde el título, el interés de filmar una road movie.
—Es verdad, el título indica la distancia, es una road movie. Aunque la película termina con un encierro al interior de una camioneta. Si hablas sobre la frontera y el tráfico de armas este subgénero ayuda bastante. Sin embargo, creo que si trata de clasificarla también podría ser un thriller.

Camino
—Su apellido está ligado a la historia del cine mexicano. ¿Le pesa?
—No, por el contrario: agradezco que mi abuelo dejara la Contaduría para empezar a hacer películas. Por otro lado, tener cerca a un cineasta con una larguísima trayectoria, que es mi papá (Arturo Ripstein), y nacer dentro de una casa donde se hablaba de cine me hizo cinéfilo, aunque no necesariamente cineasta. Durante la adolescencia, en un acto de rebeldía, me metí a estudiar Economía en el ITAM. Trabajé de consultor, usé corbata, hasta que me di cuenta de que era perfectamente infeliz. Fue entonces cuando entré al cine; primero desde la trinchera del negocio y después como creativo. Fue un camino largo. El apellido lo agradezco muchísimo, pero no es ni un peso ni una llave mágica que te abre todas las puertas.
—Pero de alguna manera lo compromete a mantener cierto nivel...
—Mucha gente debe pensar: ‘Vamos a ver qué hizo este escuincle’. Sé que me compararán con mi padre, quien tiene una filmografía larga; pero si te soy sincero, hice la película sin ninguna conciencia de acercarme o alejarme al cine de mi papá. En términos de referentes me siento más cercano a las películas de los Cohen o de Haneke. En todo caso, lo que trato de imitar de mi papá es la tenacidad y honestidad.
—¿Cuál de las películas de su papá es su favorita?
—Me gusta mucho Cadena perpetua, porque es policial y tiene un flashback dentro de un flashback. Las cosas que hace recientemente son muy arriesgadas. Es un gran director.