DE COLORES SE PINTA LA NEGLIGENCIA

“No hay nada peor que aquellos que no nos dejan vivir en libertad”.

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Crisanta Espinosa
Columnas
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Las políticas públicas y las decisiones que tienen implicaciones sobre la ciudadanía deben encontrar apoyo en la ciencia y los métodos de comprobación objetiva: cuando una decisión tiene repercusiones delicadas como lo es el logro de la salud colectiva o el avance económico de un país debe mediar, además de la racionalidad, la responsabilidad plena, misma que aborrece la ocurrencia o la conveniencia política.

Desafortunadamente en el transcurso de estos largos meses de pandemia lo que más se ha apegado a la arbitrariedad y al desatino ha sido el manejo de un indicador que hoy por hoy es absolutamente inservible: el desafortunado semáforo epidemiológico que ha significado el cierre indiscriminado e irracional de actividades sociales y económicas no cumplió con el objetivo trazado por la Secretaría de Salud (SSA).

En el principio de la ola mundial de contagios por Covid-19 se estimó que una herramienta similar a la empleada en países asiáticos, que arrojara indicadores fehacientes de la condición de salud y proclividad al contagio de la población, podría convertirse en el apoyo para la toma de decisiones en tiempos inéditos para el país. Sin embargo, de origen lo que se trató de emular se copió mal: la nula aplicación de tecnología, la prevalencia del criterio político sobre el científico y la generalización del trato poblacional sin fundamentos con rigor técnico dejaron a México en un desorden que difícilmente le permitió enderezar el rumbo ante lo errático que resultó el manejo de la pandemia.

México se distingue por contar con un clima político en permanente tensión, donde las decisiones desde la esfera pública difícilmente generan amplio consenso. Sin embargo, cuando prevalece la conveniencia de anteponer el manejo político en ese tipo de decisiones los resultados son estallidos estridentes cuyas consecuencias negativas permanecen por décadas. Un semáforo que da apoyo a la arbitrariedad para impedir el libre tránsito, el intercambio productivo y la tan necesaria apertura económica no es más que la justificación del actuar tiránico de las cuestionadas autoridades de salud que mucho dejan a deber en nuestra patria.

Subjetividad

Y no es una exageración lo dicho cuando el cambio de criterios y la improvisación sobre el camino son constantes, incluso al grado de que el mismo “zar de la pandemia”, el desgastado doctor López-Gatell, en la desesperación y el acorralamiento declaró que el color del semáforo era intrascendente.

Es criminal la afirmación cuando dicha herramienta da la pauta para tomar decisiones que en el peor de los casos cuestan vidas. En sus orígenes los insumos que estadísticamente alimentaban el semáforo eran el número de camas ocupadas por pacientes de Covid, además de las tendencias de contagio cuya medición se volvió un laberinto de intrincados recovecos que pocos entendieron. Posteriormente, en el avance de la pandemia, se determinó de manera unilateral que los criterios para establecer el color situacional de los estados cambiaban de forma abrupta. Se incluyeron la transmisibilidad entre personas, la propagación territorial, la capacidad de respuesta de las autoridades sanitarias, así como las consecuencias de la epidemia sobre la salud y la vida. Basta dar una rudimentaria lectura a estos indicadores para saber con certeza que en gran parte se componen más por una apreciación subjetiva que en la solidez de datos medibles y comprobables.

Pero el problema para el armado eficiente de una herramienta como el fallido semáforo es mucho más hondo cuando el propio sistema de salud está en una etapa de difícil transición. El paso del esquema de seguro popular hacia el Instituto de Salud para el Bienestar propició un desorden administrativo que rayó en lo lioso. Así, los esquemas de visoria epidemiológica se encontraron con una ruta de entuertos que difícilmente los hacían operantes y mucho menos confiables. Por ello no es de extrañar que la suplencia de lo científicamente medible se concibió en términos de conveniencia ideológica para mostrar a la población un supuesto mapa de qué era permisible según el grandilocuente criterio de quienes se endiosaron por la circunstancia.

Bien lo dijo un admirado empresario y estadista: no hay nada peor que aquellos que no nos dejan vivir en libertad. ¡Que los “gobiernícolas” se vayan a la ciudad más poblada del planeta!

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