Siempre es útil acompañarse de un libro como el que mi generoso amigo Daniel Acosta puso en mis manos. Desde el tono de la portada era provocador y no me equivocaba. Lo constaté cuando con frenética cadencia devoré unas 372 páginas y saturé una docena de mi libreta con apuntes y referencias. Es así que estamos ante una obra que a casi una década de su aparición permanece vigente en la temática y, es más, reforzada en la nueva dinámica de los tiempos pospandémicos.
Casualmente había leído un ensayo del autor, Moisés Naím, titulado El abrazo fatal de Cuba a Venezuela. Y por supuesto que desde esa lejanía de referencia anticipé la profundidad de lo que ahora he revisado en la obra El fin del poder.
Y es desde esa relación cuasi antagónica donde nuestro país ha fincado rutas y asimilado con fatalismo destinos que sin duda han podido ser mejores.
La relación del poder y el subordinado ha estado presente en todas las civilizaciones, en todas las etapas de la historia, pero con semejanza a cualquier otro proceso social también adquiere un carácter evolutivo. Y en ese renovado paso en la adquisición de nuevas conciencias la tesis central de la obra de Naím es que, ya sea omnipresente o furtivo, el poder en su concepción más amplia se degrada y debilita y transforma.
Ese incuestionable nivel de influencia y mandato que en algún momento detentaron círculos y personajes políticos, religiosos, empresariales, educativos, gremiales o sindicales está, en tiempo presente, virando hacia una transformación que reubica y democratiza los pedestales en los cuales se apoyaban dichos actores. El catalizador que a decir del autor es determinante para que ello ocurra son tres revoluciones que acontecen en distintas arenas: la revolución del más, la de movilidad y la de mentalidad.
Ambivalencia
La primera no solo se ciñe al concepto cuantitativo en torno de la explosión demográfica, sino también al incremento cualitativo de cuánto más se avanza en salud, educación, acceso a la información y cercanía e inmediatez de la misma. Así, en ese avance que implica la aparición y apuntalamiento de muchos micropoderes se encuentra la clave para mermar el poder macro al que estábamos acostumbrados. Tan solo al trasladar esto al caso mexicano la obsolescencia de figuras que en el pasado implicaron un poder de mando absoluto propicia el submando de minúsculas células de poder que ahora con mayor fuerza se intrincan en sindicatos, milicia y ramos del sector público. La raspadura al concepto de esa concepción weberiana en que todo a mayor tamaño implicará mayor poder “ejercible” es real, palpable y experimentada por miles día a día.
La revolución de la movilidad es un ejemplo por igual aplicable a nuestro caso. Cuántas personas optan a diario por protagonizar migraciones masivas que rompen a su vez con el concepto de públicos paralizados, quienes en esencia son más susceptibles al mandato del poder concentrado. Cómo no reparar en la cantidad creciente de mexicanos que en aras de mayor oportunidad ejercen su derecho para buscar mejores condiciones de vida y trabajo en Estados Unidos y con ello crean un puente cultural, económico y familiar que diluye sus colores de identidad entre un pueblo y otro. A ellos cada vez será más difícil someterlos por mandatos.
Y finalmente la revolución de la mentalidad, que a mi parecer es la más poderosa. A nadie escapa la diferencia generacional que día a día se acrecienta y agudiza ante la perspectiva que existe sobre visión de futuro y mentalidad. Como mexicanos, en muchos casos se ha involucionado hacia la comodidad de un futuro pagado por el paternalismo gubernamental; pero en otros se ha instalado la idea de que todo acto público es altamente cuestionable y por tanto nada se da o recibe dogmáticamente.
El poder ya no es lo que era y el efecto de ello es ambivalente. ¿Conviene? Esa es una respuesta compleja y de larga data a futuro que nadie tiene resuelta. Lo cierto es que, sin duda, una sociedad sin cadenas ni censuras siempre tendrá mejor destino que aquella rendida y apergollada por aquellos que se precian de ser generosos estadistas.