CORRUPCIÓN DECIMONÓNICA

Ignacio Anaya
Columnas
CORRUPCIÓN

La corrupción ha sido un tema recurrente en los discursos políticos, las noticias y la percepción pública de la política en México. Los debates entre candidatos a diversos públicos están cargados de acusaciones, llamándose unos a otros corruptos. Lo curioso es que hasta ahí se quedan las cosas.

Ciertamente, creer que un político es corrupto antes de honesto suele ser la primera impresión. Sin embargo, esto no es nada nuevo. Aunque cada periodo cuenta con sus propias particularidades, en el México del siglo XIX la corrupción ya era un tema de rumores y ataques en la política. Sobre esto escribió el historiador Fernando Escalante Gonzalbo es su obra Ciudadanos imaginarios, realizando un interesante análisis de dicho fenómeno.

En la nación decimonónica la corrupción estaba tan arraigada en las perspectivas de la población sobre la política mexicana, que la honestidad de los funcionarios era más una excepción que la regla.

Fuera infundada o no, la desconfianza del ciudadano hacia los políticos y funcionarios estaba presente, sospechando que sus acciones estaban motivadas por intereses personales más que por el bien público.

La ostentación de riqueza de algunos políticos, claramente desproporcionada respecto de sus ingresos oficiales, alimentaba estas sospechas. El soborno y el cohecho parecían prácticas comunes en la gestión diaria de las rutinas burocráticas. El intelectual decimonónico José María Luis Mora hablaba sobre esta cuestión: “El público de Mejico, desde que se verificó la independencia, ha concebido constantemente fuertes sospechas contra los ministros de hacienda, que no ha llegado a deponer sino en pocos casos y respecto de determinadas personas, que además de una reputación bien sentada de probidad, no se les han advertido gastos notables mientras ocupaban el ministerio, y después han quedado en notoria pobreza”.

Tentación

Ni siquiera las figuras prominentes de la política estaban exentas de esta percepción. Aunque rara vez se presentaban pruebas concretas, la credibilidad de la corrupción superaba con frecuencia a la presunción de honestidad. Carlos María de Bustamante, por ejemplo, insinuó sin pruebas que decisiones importantes estaban influenciadas por intereses oscuros.

Cuando una figura pública rechazaba un soborno, su actuar era considerado una conducta ejemplar y rara. La incredulidad ante la probidad era tan grande, que cuando un político actuaba con integridad, esto se recibía con asombro y alta estima.

La falta de orden y transparencia en la administración pública era evidente. Las notas de José María Iglesias sobre su gestión en Hacienda muestran que, pese a manejar millones de pesos, él y sus colegas se enorgullecían de dejar sus puestos con las manos limpias, lo que implicaba que la tentación de la corrupción era una constante presión.

La corrupción en el México del XIX se entrelaza con la política y la administración pública, distorsionando la confianza en el sistema. La honestidad no solo era inusual, sino motivo de asombro y respeto. Todavía genera sorpresa el político honesto.

El panorama histórico nos ofrece una perspectiva crítica para entender cómo los problemas de corrupción han evolucionado y persistido a lo largo del tiempo. Asimismo, las demandas por una administración transparente y justa no son nuevas: parece ser una de esas batallas continuas que todavía demanda la sociedad.