Uno se pregunta si habrá fin para la violencia y pronto cae en el abismo de fatalidad que rodea esa interrogante. Pensar en un país sin violencia, ni siquiera en un mundo, pertenece más a la fantasía que a la realidad, hasta el punto de cuestionar si vale la pena imaginarlo ante el riesgo de caer en una depresión por aquellos horizontes que nunca sucederán.
En algún momento la humanidad decidió que la violencia sería su modo de resolver conflictos, de reaccionar ante los contratiempos y de organizarse. Fue, sin duda, un componente importante en la evolución del ser humano. La volvió razonable y antinatural: aunque los animales pueden matarse por instinto de supervivencia, el ser humano diversificó la violencia, la justificó, la incorporó a los sistemas que lo rigen y, al mismo tiempo, convenció a su propia especie de ejercerla mientras mira con indignación cuando esta ocurre. Peor aún, la convirtió en forma de entendimiento, en experiencia del mundo.
A la violencia la rodea la contradicción. Hay violencias permitidas y violencias condenables. La odiamos cuando acontece, nos proponemos erradicarla, pero al mismo tiempo la consideramos necesaria, quizá porque su diversidad facilita esas justificaciones. Así, podemos denunciar el vil y cruel asesinato de alguien mientras creemos que la mejor justicia consiste en violentar a sus agresores hasta las últimas instancias. Está tan incrustada en el funcionamiento de las cosas, que retirarla parece una labor incomprensible, incluso reprobable, para muchos.
Extraña
La violencia se quedó y no pretende irse. Por eso también genera interés y hasta atracción: no es mentira que seduce y atrae miradas. En el mejor de los casos, esa seducción puede canalizarse mediante dispositivos y reglas que atiendan las condiciones que la provocan con procesos no violentos. Un ejemplo es el deporte, cuya relación con la violencia ha sido estudiada por los sociólogos Eric Dunning y Norbert Elias.
Sin embargo, la violencia es también extraña porque en realidad nunca terminamos de comprenderla.
Una pregunta posible es: ¿qué es la violencia? La respuesta desata una avalancha de definiciones que más que cerrar el concepto revelan su complejidad. Por eso hay quienes nos dedicamos a estudiarla, en el pasado, en el presente e incluso, los más imaginativos, en el futuro. Se ha entendido y se sigue entendiendo de diferentes maneras, precedidas por debates acerca de sus propias condiciones.
Existe una gran diferencia entre preguntar “¿qué es la violencia?” y plantear otra cuestión, quizá más interesante: “¿por qué nos interesa minimizarla?”
No lo digo para sonar a favor de la violencia ni como crítica a ese ideal sino para indagar qué nos impulsa hacia tal objetivo. Lo señalo porque hoy vivimos genocidios, guerras, desapariciones, crisis de seguridad, asesinatos extrajudiciales y muchas otras manifestaciones que quisiéramos ver desaparecer y que, aun así, seguimos padeciendo.
¿Qué, entonces, nos motiva a minimizar la violencia y por qué fracasamos en esa misión?

