Cada agosto México revive un ritual: las papelerías se llenan, los uniformes vuelven a las planchas y en el aire flota ese olor a cuadernos nuevos que promete un nuevo comienzo. Es la liturgia del regreso a clases. Pero más allá de preparativos y buenos deseos el inicio del ciclo escolar 2025-2026 nos obliga a confrontar las preguntas de fondo: ¿qué tipo de educación estamos construyendo detrás del ritual?, ¿son los cimientos de nuestro sistema educativo tan sólidos como nuestra voluntad de celebrar este nuevo arranque?
El primer pilar bajo escrutinio es, inevitablemente, el modelo pedagógico vigente: la Nueva Escuela Mexicana. Los objetivos suenan loables, aunque se corroen en los adjetivos: una educación humanista, enfocada en la comunidad y el pensamiento crítico, alejada de la memorización y la competencia “neoliberal”.
Luego de varios ciclos de implementación cabe preguntar por los resultados tangibles. ¿Están los docentes capacitados y equipados para traducir esta filosofía a la realidad del aula? Más importante aún, ¿existen evaluaciones serias e independientes —más allá de los datos oficiales— que demuestren un avance en los aprendizajes fundamentales, especialmente tras el rezago que dejó la pandemia?
La “fotografía” internacional más reciente que tenemos, la prueba PISA 2022, reveló una caída alarmante. El desempeño de México en Matemáticas retrocedió a niveles de 2006 y dos de cada tres estudiantes (66%) no lograron alcanzar el nivel de competencias básicas en esta materia. En Lectura, 47% se encontró en ese mismo nivel de bajo desempeño.
El riesgo es enamorarnos de un modelo en el papel mientras en la práctica la brújula del aprendizaje sigue sin un norte claro.
También el debate se encenderá en torno de la herramienta más simbólica y políticamente cargada: los Libros de Texto Gratuitos. La discusión sobre sus contenidos, sus sesgos ideológicos o sus enfoques en ciencias y humanidades son motivo de análisis.
El problema subyacente es uno de proceso y transparencia. ¿La elaboración de estos materiales fue un ejercicio abierto que incluyó a una diversidad de pedagogos, científicos y maestros de a pie? ¿O fue, una vez más, una decisión centralizada e inservible de tres mil millones de presupuesto para su impresión?
Carencias
Y es aquí donde el discurso pedagógico choca con la realidad más dura: la infraestructura. El verdadero “elefante en el salón de clases” son las propias aulas. De poco sirve un modelo educativo revolucionario si el techo tiene goteras, si los baños no son funcionales o si la escuela carece de un servicio de agua potable constante. Miles de planteles en el país, sobre todo en zonas rurales y marginadas, enfrentan estas carencias. La promesa de una educación digital y conectada se vuelve una ironía en escuelas sin acceso estable a internet o incluso a la electricidad. La pregunta es presupuestaria y de voluntad política: ¿la inversión en el mantenimiento y la dignificación de los espacios escolares ha sido una prioridad real o un rubro permanentemente sacrificado en el altar de la austeridad?
Según los diagnósticos más recientes de la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu) el panorama es desolador: cerca de 30% de las escuelas públicas de educación básica no tiene acceso diario a agua potable; 43% carece de drenaje conectado a la red pública, dependiendo de fosas sépticas; 11% de planteles no tiene acceso a un lavabo, aun con la enseñanza de la pandemia; y en cuanto a conectividad, más de 50% de las escuelas no tiene acceso a internet con fines pedagógicos.
Todas estas carencias apuntan a una decisión de fondo sobre las prioridades nacionales. A pesar de que organismos internacionales como la UNESCO recomiendan destinar a la educación entre 4 y 6% del Producto Interno Bruto (PIB), en la última década la inversión pública total en educación en México apenas representa en promedio 3% del PIB.
El nuevo ciclo escolar está a la vuelta de la esquina. Es un momento que merece más que optimismo ceremonial. Requiere una autocrítica nacional. Necesitamos un diálogo honesto sobre la calidad de la enseñanza, la pertinencia de los contenidos y la dignidad de los espacios. Si no rompemos el círculo, seguiremos eternizando un sistema educativo dogmatizado que promete más de lo que entrega.