Las marchas de noviembre han pasado; quedan su eco y algunas preguntas. Sirvieron para convertir el hartazgo en agenda pública, desnudaron pretensiones de unos y reflejos autoritarios de otros, y demolieron juicios fáciles: no hay apatía, hay hartazgo.
Esta movilización social nos ha confirmado con certeza que no fue un arrebato: la energía cívica volvió a la calle con códigos propios, más cuidado logístico y la misma narrativa: seguridad, anticorrupción e impunidad cero. Y, sobre todo, puso un espejo incómodo frente al poder, que deberá decidir entre escuchar o replegarse tras las vallas.
Lo que verdaderamente cambió fue la comprensión de los códigos. La movilización convirtió lenguajes de internet en acción coordinada. La estética pop no fue frivolidad: simplificó mensajes, bajó barreras y ayudó a organizar rutas, cuidados y acompañamiento legal.
Aunque la primera convocatoria nació en cuentas juveniles, en la calle se mezclaron generaciones; y con la segunda, se consolida ese puente entre lenguajes y causas. Cuando los símbolos son comunes, las diferencias de edad dejan de ser muro y se vuelven pasarela para cruzar del “me gusta” a la presencia pública.
El Movimiento del Sombrero operó como llave maestra. Un gesto sencillo —sombreros alzados— se volvió señal de identidad y disciplina cívica: una marca visual que decía “somos muchos, somos pacíficos y estamos mirando”. Importó por el orden que impuso al convertir miles de personas en un mismo código y por la legitimidad que le dio a una estética capaz de organizar. En estas marchas, el Sombrero ya funciona como semáforo emocional: cuando se sube el tono, ordena; cuando toca retirarse, ayuda a cerrar.
Prioridades
También quedó claro el límite del Estado cuando reduce su papel a contención. El monopolio de la fuerza existe para proteger el derecho de protesta, no para sofocarlo. El 15 lo usó y dejó una estampa áspera; el 20 optó por despliegues más dosificados, pero persiste la sensación de que el gobierno responde con control antes que con escucha. No extraña entonces la consigna que volvió a tronar: “Usen esa fuerza contra los criminales, no contra los ciudadanos”.
No es retórica: es una exigencia de prioridades que la calle repite porque la violencia homicida, la extorsión y la captura de territorios no se resuelven con vallas frente a Palacio, sino con investigación, despliegues inteligentes y sentencias.
Los extremos quedaron expuestos. Hubo quien intentó adueñarse de la convocatoria para capitalizarla y hubo quien, desde el poder, buscó deslegitimarla tachándola de “operación” o de “bots”. Ambas lecturas son cómodas y falsas: hubo ciudadanía autoorganizada que dijo “hasta aquí” con su propio idioma. Reducir todo a los choques de un momento o a teorías de complot es negar evidencia: horas de protesta pacífica y madura, protocolos de cuidado mutuo y la voluntad de mantener la plaza como espacio de todos.
Para medir el impacto real no basta contar asistentes ni mirar videos; hay que escuchar más allá de los números fríos. Minimizar procura perder capital político; estigmatizar cierra puertas; escuchar y corregir abre cauces. Se necesita una revisión independiente de los protocolos de contención, un tablero semanal con indicadores —eventos masivos sin incidentes, tiempos de respuesta, avances de investigación— y un diálogo público con representantes estudiantiles y organizaciones civiles. No es concesión: es gobernar en toda la extensión.
También conviene archivar algunos juicios sumarios. No, las redes no son burbuja; son infraestructura cívica cuando se usan con reglas. No, la juventud no es apática; es exigente con el método. Y no, el enojo no es moda; es la forma, a veces torpe, a veces brillante, de una sociedad que corre más rápido que sus instituciones. La pregunta decisiva ya no es si había muchos jóvenes o quién los movió, sino qué hará el Estado con ese mensaje.
Las marchas sirven: ponen agenda, exponen excesos y obligan a definirse. El Sombrero ya dijo lo suyo. Tras el 20 de noviembre el guion quedó escrito en voz alta: o fuerza y escucha, o solo fuerza. Si es lo segundo, el grito volverá —y con más razón—: contra el crimen, toda la fuerza; contra el ciudadano, todos los derechos. Si es lo primero, ganará el país y la plaza volverá a ser de todos.

