UNIDAD NACIONAL: ¿UN IDEAL ALCANZABLE?

“Es el clásico llamado a cerrar filas”.

Unidad nacional
Columnas
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La idea de un México unido es compleja. Se trata de una meta, el sueño de no pocos políticos, que recorre el ámbito de lo imaginario. La unidad nacional es un anhelo, la utopía buscada constantemente por los gobiernos mexicanos. Sin embargo, la manera de concebirla y de alcanzarla no siempre ha sido la misma. Ha representado distintas cosas y por ello los métodos para conseguirla también han variado según los contextos y las épocas.

En mayo de 1868, a menos de un año de la caída del Segundo Imperio, el periódico El Siglo XIX anunciaba la pronta llegada de la unidad nacional a México gracias al fin de la Guerra de Castas en Yucatán y al establecimiento de colonias militares en la frontera norte.

Tales condiciones evidenciaban que, al menos para el autor del artículo, la unidad nacional significaba asegurar el control total del territorio, de extremo a extremo. Esto cobra mayor sentido al considerar el clima político de México durante gran parte del siglo XIX, marcado por constantes luchas entre diferentes actores y territorios por definir e instaurar un proyecto nacional.

Aquella unidad nacional implicaba también otro aspecto clave: alejarse de los conflictos internos entre diversos proyectos políticos y alcanzar acuerdos entre los grupos involucrados.

En febrero de 1887 el Congreso Constituyente lanzó un manifiesto en el cual declaró que la base de toda prosperidad y engrandecimiento era precisamente la unidad nacional, alcanzable mediante instituciones capaces de generar “un conjunto admirable de armonía, fuerza y fraternidad entre todas las partes de la República”. La consolidación del liberalismo como el bando victorioso en México vio asimismo acuerdos con los opositores, o al menos mantenerlos controlados para evitar levantamientos armados. La unidad era sinónimo del fin de la época de los cuartelazos.

Narrativa

En el México posrevolucionario la unidad nacional se convirtió en eje central del gobierno de Manuel Ávila Camacho. Aunque habían pasado casi dos décadas del fin oficial de la fase armada de la Revolución, las divisiones internas persistían. Continuaban presentes las fricciones con la Iglesia católica y otros grupos que no se sentían representados por el partido oficial. Lázaro Cárdenas fue consciente de esta situación, razón por la cual optó por un sucesor más moderado.

Al asumir la presidencia, una de las primeras acciones de Ávila Camacho fue expresar públicamente su fe católica, logrando así un gradual debilitamiento de la percepción del Estado como anticlerical. El mensaje del gobierno era claro: todos tenían lugar en el nuevo orden dominante.

Sin embargo, a lo largo de la historia la unidad nacional también ha implicado la exclusión de aquellos considerados ajenos al proyecto oficial: rebeldes indígenas, cristeros en la posrevolución, movimientos estudiantiles y opositores políticos visibles.

En cada circunstancia la unidad nacional parece evocarse especialmente cuando surgen tensiones internas en el país o cuando el poder dominante considera necesario reforzar su base de apoyo. Es el clásico llamado a cerrar filas, a posicionarse del lado del partido oficial. De este modo, la narrativa del Estado intenta convencer de que solo a través de esta unidad es posible mantener un rumbo estable, asegurar el progreso e incluso garantizar la supervivencia misma de la nación.

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